Enseñando al mundo la grandeza de nuestros hijos

Enseñando al mundo la grandeza de nuestros hijos

Por Arelis Marrero González


Recientemente, a través de una publicación en las redes sociales, leí un mensaje que compartió  Lizania Alvarado, mamá de Dennise Joaliz Romero, una joven emprendedora con autismo y quien tiene también un hermoso proyecto llamado Los dibujitos de Denisse. Su mensaje despertó en mí una profunda reflexión que quiero compartir con ustedes hoy.

Ella escribió: "Un padre usualmente le enseña a su hijo cómo es el mundo, a nosotros nos tocó decirle al mundo cómo es nuestro hijo." No me había detenido a pensar tan claramente sobre el porqué de lo que hago con mi propio proyecto ExtraEspecial. Desde que mi hija María Isabel nació hace ocho años, supe inmediatamente que mi vida iba a cambiar en muchos aspectos. Aunque en aquel momento no podía dimensionar exactamente cómo iban a ser esos cambios, estaba segura de que ya no sería la misma. Y no tenía tanto que ver con su diagnóstico de síndrome de Down. Como fue un diagnóstico prenatal, tuve el tiempo y el espacio de asimilarlo y procesarlo. Era esa sensación de que algo más iba a suceder. Y mucho tenía que ver con mi personalidad, con mis prioridades y hasta con mis propios prejuicios. Muchas cosas iban a cambiar.  Debo confesar que  muchas veces actúo por el impulso del corazón, por ese amor tan grande e incondicional que siento hacia mi hija. Pero esta frase me hizo detenerme a analizar qué es lo que realmente me motiva. ¿Qué es lo que me impulsa día tras día?

Bueno, y llegué a la conclusión de que lo primero que me impulsa es la convicción absoluta de que la vida de mi hija, y de todos nuestros hijos, merece ser vivida con  dignidad y con igualdad de oportunidades. En un mundo donde muchas veces lo que no se ajusta a los estándares de "normalidad" es ignorado o rechazado, me niego a que mi hija sea reducida a esas etiquetas. Quiero que cada persona que vea a María Isabel, la reconozca como yo lo hago:  como un ser humano completo, capaz, perseverante y con un valor intrínseco que no puede ser medido por sus capacidades o limitaciones.

Quiero que el mundo entienda que nuestros hijos, con sus diferencias, aportan a la sociedad de maneras profundas y transformadoras, que no pueden ser limitadas por indicadores económicos ni por resultados inmediatos. Invertir en ellos no significa obtener una retribución a corto plazo, sino reconocer que su valor trasciende cualquier fórmula matemática o evaluación rápida de éxito.

Cuando invertimos en el desarrollo de nuestros hijos con diversidad funcional, estamos invirtiendo en una humanidad más compasiva, en una sociedad que aprende a apreciar la diversidad como una fortaleza, no como una barrera. Al apoyar su desarrollo, estamos desafiando las estructuras tradicionales que solo valoran lo que puede ser medido en términos tangibles. En lugar de enfocarnos en las limitaciones que otros puedan ver, nosotros nos concentramos en su capacidad para transformar corazones, para generar empatía y para recordarnos la esencia de lo que significa ser humanos.

Nuestros hijos con síndrome de Down y otras diversidades, nos enseñan a ver el mundo con ojos nuevos. Nos invitan a parar, a ser conscientes del presente, y a valorar lo que verdaderamente importa: la conexión, el amor, la paciencia y el respeto. Ellos nos obligan a replantearnos las prioridades y a preguntarnos qué significa tener éxito como individuos y como sociedad.

 

A mi me gustaría que los gobiernos entendieran que invertir en su desarrollo no es solo pagar por su educación o por sus terapias, es generar un cambio de mentalidad colectivo. Es reconocer que el progreso humano no se mide únicamente por avances tecnológicos o logros económicos, sino por la capacidad de una sociedad para acoger, cuidar y aprender de quienes son diferentes. Cuando damos a nuestros hijos el espacio para  florecer y contribuir, creamos un entorno en el que la inclusión se convierte en la norma, no en la excepción.

Lo que nuestros hijos le ofrecen a esta sociedad es invaluable.  Ellos nos enseñan que el verdadero valor está en cómo tratamos a los más vulnerables, en cómo respondemos al llamado de ser mejores personas. Nos recuerdan que somos humanos. 

Sin embargo, mientras luchamos por crear un mundo más inclusivo, también debemos cuidar de nosotros mismos como padres. Desde mi experiencia les puedo compartir que la salud mental es un regalo que no debemos subestimar. Aprender a ponerle nombre a mis emociones, a reconocer cuando estoy abrumada o cuando necesito ayuda, ha sido clave en mi camino. No podemos quedarnos estancados en el pasado, ni sobre pensar el futuro. La vida con nuestros hijos requiere que vivamos el presente, trabajando cada día para ser mejores, para ellos y para nosotros mismos.

Reconozco también que por mis propias fuerzas no puedo hacerlo todo. Mis limitaciones son reales y muchas veces me he sentido incapaz. Pero son en esos momentos en los que más me aferro a mi espiritualidad. A través de la oración y la fe, encuentro la fortaleza que necesito para seguir adelante. Dios ha sido mi refugio en los días más difíciles, y en esa conexión espiritual encuentro una fuerza que trasciende mis debilidades. Como dice el salmo 46: "Dios es nuestro refugio y fortaleza, una ayuda siempre presente en las dificultades. Por eso no temeremos, aunque la tierra se estremezca, y los montes se desplomen en el mar."

Por último, no podemos hacer esto solos. He aprendido lo valioso que es rodearse de un grupo de apoyo que comparte mis valores y mis metas. No se trata solo de quienes nos ayudan con lo práctico y en el día a día con nuestros hijos, sino de aquellos que nos entienden profundamente, que caminan a nuestro lado, que nos levanta cuando caemos. Tener una comunidad que me sostiene me recuerda que no estoy sola en esta jornada.

Al final, esta frase que resonó tanto en mi corazón "Un padre usualmente le enseña a su hijo cómo es el mundo, a nosotros nos tocó decirle al mundo cómo es nuestro hijo", es un reflejo de lo que tú y yo hacemos cada día: mostrarle al mundo que nuestros hijos son mucho más que cualquier etiqueta. Son el reflejo más puro de lo que significa ser humano, y debemos seguir mostrándole al mundo su grandeza.

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